Anecdotario. Las infinitas variaciones sobre Nietzsche.
Escuché que Charlatandro, el sofista de las mil voces, estaba llevando a cabo un experimento un tanto extraño. En ronda de los amigos sofistas, pedía a cada uno que le deletreara cómo escribiría Nietzsche.—¿Para qué haces eso? No me imagino qué querés averiguar —le comenté en voz baja, ni bien tuve la oportunidad.
—Lo hago porque sospecho que quien escribe mal el nombre de un filósofo es porque casi no lo leyó, más allá de algunas pocas páginas. Como Nietzsche parece estar todavía de moda, muchos hablan de él, pero de todo lo que se dice casi nada vale siquiera el esfuerzo de oírlo. Con mi experimento, si alguien escribe mal Nietzsche —Nietszche, Nietsche, Nietzche, Nietsche, Nieztsche, Niestzche, etc.— me siento autorizado a ignorar su discurso sin necesidad de oírlo y así, evitando el aburrimiento, podré prestar más atención a los discursos de los que sí se molestaron en estudiarlo, discursos que serán sin duda mucho más interesantes.
—Pero ¿te parece qué es así, tan sencillo? ¿No es un poco exagerada esa correlación? Después de todo es sólo un nombre, un apellido bastante difícil de escribir para nosotros. Lo importante es el pensamiento —su filosofía—, yo no le daría tanta importancia a la etiqueta del apellido.
—Sí, entiendo eso, antes pensaba como vos, pero de aquellos que ni siquiera son capaces de escribir bien un nombre, ¿no sospecharías acaso que tampoco tienen la suficiente agudeza mental para captar los pensamientos más finos, las ideas más solitarias, las pasiones más escondidas? No parece que esas mentes estén educadas para meditar profundamente ni por mucho tiempo. Son mentes extensas, superficiales, propias de la cultura del zapping. Son los que sólo verían a Superman en el Superhombre, al mendigo en un monje errante, al héroe en un deportista. Y de esos discursos, yo ya estoy harto.
Y se fue, mascullando su rabieta.
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