domingo, enero 20, 2008

Montaigne y la filosofía como poesía sofística (cont.)

En el mismo capítulo, páginas más adelante Montaigne retoma el tema de la incerteza del conocimiento humano y lo plantea desde otro ángulo.
Los escritos de los antiguos, hablo de los más notables, sólidos y vigorosos, ejercen sobre mí grande influencia y me llevan donde quieren; el autor que leo me parece siempre el más fundamental, creo que todos tienen razón, cada cual cuando le toca el turno aunque prediquen opiniones contrarias. Esta facilidad que gozan los buenos escritores de convertir en verdadero o verosímil todo lo que quieren, y el que nada haya por peregrino que sea con que no puedan engañar una sencillez parecida a la mía, es una demostración evidente de la debilidad de sus pruebas.
El argumento es de una fina ironía. Para fortalecer su argumento, Montaigne exagera en mucho su credulidad y simpleza personal: así, se presenta como un lector voluble, que cambia de opinión como una veleta bajo la presión del viento. Ahora bien —y este es el segundo paso de su argumento—, su propio y reiterado cambio de opinión confirma que las pruebas presentadas en los escritos de los antiguos carecen de valor, pues se refutan unas a otras. Si hubiera ocurrido que algún autor antiguo fundamentara su posición con pruebas verdaderas, ningún otro autor podría refutarlo.
El cielo y las estrellas se movieron durante tres mil años, todo el mundo lo creyó así hasta que Cleanto el samiano, o según Teofrasto, Nicetas de Siracusa sentaron la opinión de que era la tierra la que se movía, por el círculo oblicuo del zodíaco, dando vueltas alrededor de su eje; y en nuestra época, Copérnico ha demostrado tan bien esta doctrina, que la ha puesto en armonía con la marcha de todos los cuerpos celestes: ¿qué deducir de aquí sino que debe importársenos poco cuál sea el cuerpo que realmente se mueva? ¡Quién sabe si de aquí a mil años una tercera opinión echara por tierra los dos pareceres precedentes!
Nuevamente Montaigne exagera en este párrafo: en este caso, las pruebas en las que se basada la teoría copernicana, pues ésta no era una teoría generalmente aceptada —si lo hubiera sido, décadas después Galileo podría haber sostenido públicamente y sin mayores problemas su copernicanismo—. Pero Montaigne necesita ponerla en pie de igualdad con la teoría ptolemaica, a fin de hacer valer el argumento enunciado del párrafo anterior: ninguna doctrina es verdadera.
        Sic volvenda aetas commutat tempora rerum:
        quod fuit in pretio, fit nullo denique honore;
        porro aliud succedit, et e contemptibus exit,
        inque dies magis appetitur, floretque repertum
        laudibus, at mira est mortales inter honore. (1)

Así que, cuando se nos muestra alguna doctrina nueva, tenemos motivos sobrados para desconfiar y para suponer que, antes de presentarse la misma en el mundo, la contraria gozaba de crédito y estaba en boga; y como la moderna acabó con la antigua, podrá suceder que se le ocurra a alguien en lo porvenir un tercer descubrimiento que destruirá del mismo modo el segundo.
Por último, Montaigne propone una especie de inducción pesimista: aún si se cree en la verdad de una doctrina actual, no es posible descartar que en un futuro surja otra doctrina que demuestre su falsedad. Y como esto ya ocurrió en el pasado —doctrinas que se creían verdaderas fueron refutadas por doctrinas posteriores—, es probable que vuelva a ocurrir en el futuro. Montaigne refuerza la misma conclusión: ninguna doctrina es verdadera.

¿Se sostiene la inducción pesimista de Montaigne? En los términos que él la plantea —como doctrinas sostenidas sólo por argumentos—, es claro que no: basta analizar la perspectiva de teorías científicas como la circulación de la sangre, el movimiento gravitatorio y planetario y otras tantas mencionadas aquí, las que nadie cree que puedan ser refutadas.


(1) Conforme el tiempo transcurre va cambiando el valor de las cosas; lo que era antes apreciado no merece ahora ninguna estimación; ha venido a ocupar su puesto algo distinto que antes era menospreciado a su vez, y ahora cada día con vehemencia mayor es de todos apetecido, y goza de gran predicamento e inagotables alabanzas. Lucrecio, V, 12, 75. (N. del T.) [Los datos de la edición citada están en la entrada anterior de esta serie, enlazada más arriba.]