domingo, enero 27, 2008

La conjura de los biblioclastas

Por una de esas carambolas de los buscadores, di con un ensayo que recopila algunos de los numerosos casos históricos de destrucción de bibliotecas —algunas grandes, otras no tanto, pero todas con ejemplares irrecuperables— por obra y desgracia de instituciones o individuos poderosos a los que, para no atentar al pudor ni a las buenas costumbres, llamaré simplemente como biblioclastas.

Etimológicamente la palabra significa destructor de libros, siendo sinónimos bibliolita y bibliofóbico. Si bien el significado literal de la última palabra es miedo a los libros y no destructor, es posible que su empleo se justifique porque al mismo tiempo apunta a una de las razones —quizá la menos reconocida por los propios biblioclastas— del porqué se destruyen masivamente los libros.

Luego, el ensayo avanza en una dimensión no tan conocida como la anterior, porque especifica casos en que la propia literatura contribuye a este atroz panorama con destrucciones imaginarias de libros, situación desdichada a la que no me atrevo a llamar con una palabra al efecto. Veamos uno de los ejemplos:
La más célebre quema de libros hecha en una novela, inolvidable, íntima, es la que presenta Cervantes en el capítulo VI de la primera parte de "Don Quijote". Nadie puede no recordar al cura y al barbero (que es como decir la iglesia y la censura) cuando entran en la biblioteca de Alonso Quijano, dormido entonces, y consiguen un centenar de textos, en su mayoría novelas de caballerías que proceden a revisar y seleccionar, aunque la sobrina y el ama piden una hoguera expedita. Por el "Amadís de Gaula" que se salva por ser el primero y el mejor de todos al corral y al fuego irán "Las sergas de Espladián" y todos los epígonos junto con "Don Olivante de Laura", "Florismarte de Hircania", "El caballero Platir", "El caballero de la cruz", "Palmerín de Oliva", "Don Belianís" y otros. Al despertar, la sobrina explica que la biblioteca ha desaparecido por obra de un mago y don Quijote cree perfectamente que un tal Frestón ha sido el destructor. El capítulo sirvió a Cervantes para hacer una crítica poderosa contra los dominios sesgados y mediocres de una tradición que distrajo y falsificó la lectura de libros serios y calificados en pro de una frivolidad de dicha oscura.
También en el ensayo se intenta explicar, sin que su propuesta busque justificar, la ocurrencia de tales actos de plena barbarie: en sus propias y resumidas palabras lo atribuye a la histeria colectiva causada por el mito de la Obra Sagrada. En mi opinión —y es justo señalar que el autor, Fernando Báez, reconoce no estar convencido de la tesis propuesta—, ésta no parece ser ni una razón suficiente ni necesaria, pues sólo hace falta recordar que los bárbaros que asolaron Roma también quemaron sus bibliotecas sin estar bajo el influjo del mencionado mito. Su otra explicación es tan descabellada que sólo puede contribuir a desmerecer el valor que un lector se haya hecho del ensayo.

Para finalizar, una advertencia: en la página mencionada no se proporciona antecedente alguno del autor y estoy al tanto de que algunos de los hechos históricos a los que se aluden en el ensayo han sido cuestionados, de manera que es de especial consideración una lectura crítica del trabajo. Al término del ensayo, el autor sugiere una bibliografía al respecto, la que, feliz y aparentemente, (aún) no ha sido quemada.

Enlace: Destrucción de libros, de Fernando Báez.