domingo, febrero 10, 2008

Un cronista en apuros

El cronista traducía un manuscrito hallado en uno de los numerosos sótanos de la biblioteca del palacio. Narraba acontecimientos ocurridos durante el reinado de un lejano antepasado del actual monarca, un rey de reconocida nobleza y sabiduría, muy versado en los asuntos de la tierra y el cielo. El manuscrito decía así:
Los tres prisioneros se arrodillaron ante el trono del rey, luego de haber oído su sentencia:

—Majestad —imploró con aplomo el primero de ellos, el que parecía más viejo— los tres nos conocemos desde que éramos pequeños y sabemos que no nos destacamos por nuestra valentía. Es más, estamos convencidos de que cuando pisemos el cadalso, el miedo se apoderará de nosotros y nos obligará a comportarnos de un modo indigno. Solicito, por lo tanto, que nuestra sentencia no se cumpla mientras la claridad del día se difunda por tu noble reino y ponga en evidencia nuestra vergonzosa cobardía.

—Concedido —respondió el rey, sabedor de que nada perdía con ser clemente, pues bien podría ajusticiarlos durante la larga noche.

—Majestad —suplicó con la voz ahogada por la emoción el segundo de los prisioneros— las noches de tu reino son célebres por su serenidad y por brindar magníficos cielos, fuente de inspiración de notables poetas y profundos filósofos. Bien dicen los sabios que las noches de tu reino son obras maestras del Creador. Nosotros pronto deberemos presentarnos ante El y no quisiéramos hacerlo mientras nuestros cuerpos cuelgan en la horca, deshonrando una de sus espléndidas obras. Solicito, en consecuencia, que nuestra sentencia no se ejecute mientras la quietud de la noche se extienda sobre tu noble reino.

—Concedido —respondió el rey, sabedor de que nada perdía con ser clemente, pues bien podría ajusticiarlos al atardecer o al amanecer.

—Majestad —rogó con una voz conmovedora el último de los prisioneros— alguna vez me llegaron las palabras del más grande de los sabios de tu corte enseñando que la vida humana sería imposible sin el misericordioso olvido, cuya infatigable labor alivia los dolores más agudos; tampoco tendría sentido la vida del hombre sin el empuje constante de la esperanza. Dentro de poco nos arrojarán al abismo del infierno y habrán de someternos a los suplicios más terribles y dolorosos. Dicen los sabios que sólo resistiremos los suplicios si en nuestros corazones criminales puede mantenerse la esperanza de que algún día seamos rescatados por la infinita misecordia de Dios. Sabemos que somos culpables y que es justa nuestra condena. ¿Pero no sería una crueldad indigna de tu noble estirpe que perdiéramos la vida cuando el alba promete la dicha de un nuevo día o cuando el ocaso anuncia el milagro del sueño? Tú eres justo, oh señor, pero no eres cruel. Solicito, pues, que nuestra sentencia no se lleve a cabo mientras el esperanzador amanecer una la noche con el día ni cuando el letárgico atardecer reúna el día con la noche.

—Concedido —respondió el rey, sabedor de...
[A partir de aquí el manuscrito era casi ilegible y sólo podían leerse, con gran dificultad, unas pocas palabras más.]

... los prisioneros fueron colgados...
El cronista se sobresaltó cuando el perturbador significado de la última frase hizo luz en su mente: ¿cómo pudo ocurrir que un monarca, de tan reputada sabiduría y nobleza, haya podido romper su palabra? ¿Qué será de mí —pensó el cronista— cuando el rey se entere de la inexcusable falta cometida por su antepasado, del que tan orgulloso se siente? La casa real no podría sobrevivir a una deshonra tan grande y es evidente que para mantenerse en el poder querrán silenciar a todos los testigos, sin excepción. Y yo, el traductor del manuscrito, seré el primero de todos en morir. ¡Estoy perdido!

¿Habrá podido salvarse el cronista? Respuestas en los comentarios (clic en sofismas).

Adaptado de un cuento de M.G.R.