domingo, marzo 02, 2008

El ojo de la Sibila

Creo que este cuento de Phillip K. Dick tiene casi todos los temas mencionados en La experiencia mística de Philip K. Dick. Por eso lo subo completo, como ilustración de esa entrada y a manera de homenaje al escritor en un nuevo aniversario de su fallecimiento.


¿Cómo es que nuestra antigua República Romana se protege a sí misma en contra de aquellos que la destruirían? Nosotros, los romanos, aunque sólo mortales como el resto de los mortales, hacemos uso de la ayuda que seres enormemente superiores a nosotros nos brindan. Esas sabias y amables entidades, originarias de mundos desconocidos para nosotros, están listas para asistir a la República cuando se encuentra en peligro. Cuando no se encuentra en peligro, ellas se ocultan de nuestra vista para regresar cuando las necesitemos.

Tomemos el caso del asesinato de Julio César: un caso que se encontraba aparentemente cerrado cuando aquellos que conspiraron para matarlo fueron asesinados. ¿Pero cómo, nosotros los romanos, determinamos quién intencionalmente había cometido este asqueroso acto infame? Y, más importante aún, ¿cómo llevamos a la justicia a esos conspiradores? Tuvimos ayuda exterior; tuvimos la asistencia de la Sibila de Cumas, quien sabe desde miles de años antes lo que sucederá, y nos da, en forma escrita, su consejo. Todos los romanos son conscientes de la existencia de los «Libros Sibilinos». Los abrimos cuando la necesidad surge.

Yo mismo, Philos Diktos de Tyana, he visto los «Libros Sibilinos». Muchos ciudadanos romanos importantes, especialmente miembros del Senado, los han consultado. Pero yo he visto a la Sibila misma y por mi propia experiencia sé algo sobre ella, algo que pocos hombres saben. Ahora que soy viejo —a mi gran pesar, pero con la necesidad que ata a todos los hombres mortales— estoy dispuesto a confesar que un día, aunque por accidente, supongo, en el curso de mis deberes presbiterianos, vi como la Sibila es capaz de ver bajo los compartimientos del tiempo; yo sé lo que le permite hacer esto, sé cómo ella se desarrollaba fuera de la anterior Sibila Griega en Delphi, en aquella grande y venerada tierra, Grecia.

Pocos hombres saben esto y quizá la Sibila, alargando su mano a través del tiempo para llamarme la atención por hablar en voz alta, me silenciará para siempre. Es bastante posible, por tanto, que antes de que termine este pergamino, sea hallado muerto. Mi cabeza estará partida y abierta como uno de esos melones demasiado maduros provenientes de Levante los cuales, nosotros los romanos, valoramos demasiado. En cualquier caso, al ser viejo, con atrevimiento y descaro hablaré.


Había estado riñendo con mi esposa esa mañana. No era viejo entonces, y el terrible asesinato de Julio César había apenas sucedido. En aquel momento nadie estaba seguro de quién era el culpable. ¡Alta traición contra el Estado! El asesinato más siniestro. Mil cuchillos hirieron el cuerpo del hombre que había venido para estabilizar nuestra temblorosa sociedad... con la aprobación de la Sibila, en su Templo. Hemos visto los libros que ella ha escrito para este efecto. Sabíamos que ella había previsto que César llevaría su armada sobre el río hasta Roma, para aceptar la corona del César.

—Tú, tonto ingenuo —me estaba diciendo mi esposa aquella mañana—. Si la Sibila fuera tan sabia como tú crees, habría anticipado este asesinato.

—Quizá lo hizo —respondí.

—Creo que ella es una farsante —me dijo mi esposa Xantippe, haciendo muecas como sólo ella sabe hacer, lo cual es muy repulsivo. Ella es —debería decir era— de una clase social más alta que la mía, y siempre me hacía consciente de eso—. Ustedes los sacerdotes hacen esos textos; ustedes mismos los escriben, dicen lo que creen de una manera tan vaga que cualquier clase de interpretación puede hacerse de eso. Ustedes están engañando a los ciudadanos, especialmente a los acomodados. —Con eso ella quiere decir, a su propia familia.

Le dije con furia, levantándome abruptamente de la mesa del desayuno:

—Ella es una inspiración, una profetisa, conoce el futuro. Evidentemente no había manera de que el asesinato de nuestro gran líder, a quien la gente amaba tanto, pudiera ser evitado.

—La Sibila es una broma de mal gusto —dijo mi esposa y, en su codiciosa y glotona forma usual, empezó a untar mantequilla en otro pedazo de pan.

—He visto los grandes libros y...

—¿Cómo es que ella conoce el futuro? —exigió mi esposa.

En cuanto a eso tuve que admitir que no sabía; estaba cabizbajo. Yo, un sacerdote de Cumas, servidor del Estado Romano. Me sentí humillado.

—Es un juego de dinero, un timo —mi esposa estaba diciendo mientras yo daba zancadas hacia la puerta.

Aunque estaba apunto de amanecer —la bella Aurora, la diosa del amanecer, estaba mostrando aquella luz blanca sobre el mundo, la luz que consideramos sagrada, y de la cual muchas de nuestras inspiradas visiones provienen— me dirigí, caminando, al amado Templo donde trabajo.

Nadie más había llegado aún, excepto los guardias armados, inútilmente parados afuera; me echaron un vistazo sorprendidos de verme tan temprano, y luego me saludaron con la cabeza al reconocerme. Con la excepción de un reconocido sacerdote del Templo en Cumas, nadie tiene permitido entrar; aún el mismo César debía depender de nosotros.

Al entrar, pasé por la gran bóveda llena de gas, en la cual el gran trono de piedra de la Sibila brillaba de humedad en la penumbra; sólo unas pobres y escasas antorchas habían estado encendidas.

Me paré y me quedé totalmente callado, congelado, cuando vi algo que nunca antes se me había revelado. La Sibila, con su largo cabello negro atado en un ajustado nudo, sus brazos cubiertos y sentada en su trono, se inclinaba hacia delante, y vi, entonces, que no estaba sola.

Dos criaturas se mantenían de pie detrás de ella, dentro de una burbuja redonda. Parecían hombres, pero cada uno de ellos tenía una cosa más, no estoy seguro, aún ahora, de qué tenían de más, pero no eran mortales. Eran Dioses. Tenían ranuras en lugar de ojos, sin pupilas. En lugar de manos, tenían pinzas, como las tiene un cangrejo. Sus bocas eran sólo agujeros, y me di cuenta de que ellos, no lo quiera Dios, eran mudos.

Parecían estar hablando con la Sibila, pero por medio de un gran hilo de forma que en cada uno de sus extremos había una caja. Una de las criaturas sostenía la caja al lado de su cabeza, y la Sibila escuchaba en la caja utilizando su otro extremo. La caja tenía números y botones, y el hilo estaba amontonado en un rollo, así que se podía extender.

Esos eran los Inmortales. Pero, nosotros los romanos, nosotros los mortales, habíamos creído que todos los Inmortales habían abandonado el mundo hace mucho tiempo. Esto era lo que nos habían dicho. Evidentemente ellos habían regresado —al menos por un corto tiempo— para darle información a la Sibila.

La Sibila se dirigió hacia donde estaba e, increíblemente, su cabeza atravesó toda la cámara llena de gas hasta encontrarse cerca de la mía. Estaba sonriendo, me había descubierto. Ahora podía oír la conversación entre ella y los Inmortales; graciosamente ella la hizo audible para mí.

—...sólo uno de muchos —estaba diciendo el más alto de los dos Inmortales—. Mas está por venir, pero no por algún tiempo. La oscuridad de la ignorancia está por venir, luego de un periodo dorado.

—¿No hay forma en que esto pueda ser evitado? —preguntó la Sibila, con esa voz melodiosa que nosotros atesoramos demasiado.

—Augusto reinará bien —dijo el más alto de los Inmortales—, pero después de él, vendrán hombres diabólicos y trastornados.

El otro Inmortal dijo:

—Debes entender que un nuevo culto surgirá en torno a una Criatura Luminosa. El culto crecerá, pero sus textos verdaderos estarán codificados y los verdaderos mensajes estarán perdidos. Hemos previsto una falla en la misión de la Criatura Luminosa, será torturada y asesinada, como lo fue Julio. Y después de eso...

—Mucho después de eso —dijo el más alto de los Inmortales—, la civilización misma se levantará de la ignorancia una vez más, luego de dos mil años, y luego...

La Sibila jadeó:

—¿Todo ese tiempo, Padres?

—Todo ese tiempo. Y luego, cuando empiecen a cuestionarse, a buscar y encontrar algo para aprender sobre sus verdaderos orígenes, su divinidad, los asesinatos empezarán otra vez, la represión y la crueldad, y otra era oscura empezará.

—Puede ser evitado —dijo el otro Inmortal.

—¿Puedo ayudar? —dijo la Sibila.

Gentilmente los dos Inmortales dijeron:

—Estarás muerta para entonces.

—¿No habrá Sibila que tome mi lugar?

—Nadie. Nadie resguardará la República dos mil años a partir de ahora. Y asquerosos hombres con pequeñas ideas corretearán y escarbarán de un lado a otro como ratas; sus huellas se cruzarán una y otra vez por el mundo en la medida en la que ellos busquen poder y compitan por falsos honores, por la superioridad el uno con el otro. —Y luego ambos Inmortales le dijeron a la Sibila—: para entonces no serás capaz de ayudar a la gente.

Abruptamente los dos Inmortales se desvanecieron, así como el rollo del hilo y las cajas con números por las que hablaban y fueron persuadidos, como por la sola presencia de la mente y el espíritu. La Sibila se sentó por un momento, y después levantó sus brazos de manera que por medio del mecanismo que los egipcios nos enseñaron, una de las blancas páginas se levantó hacia ella, para que ella quizá escribiera. Pero entonces hizo una cosa curiosa, y esto que voy a narrar es lo que más miedo me da, más miedo de lo que ya he contado.

Alargando la mano entre los pliegues de su toga sacó un ojo. Puso el ojo en el centro de su frente, no era un ojo del todo como los nuestros, con pupilas; era como el ojo-ranura de los Inmortales, pero no del todo. Tenía bandas oblicuas hacia un lado que se movían de una a otra... No tengo palabras para describir esto, siendo tan sólo un sacerdote, por medio del entrenamiento formal y de las clases, pero la Sibila en realidad volteó hacia mí y, con el Ojo, miró mi pasado y luego entonces lloró tan fuerte que hizo temblar las paredes del Templo; las piedras cayeron y las víboras que se encontraban debajo de las ranuras de las piedras silbaron. Lloró llena de consternación y horror por lo que vio, en mi pasado, y su extraño tercer ojo permanecía aún en su frente; continuaba mirando.

Y entonces se cayó, como si se desmayara. Corrí hacia ella para echarle una mano. Toqué a la Sibila, mi amiga, esa gran y amada amiga de la República, mientras ella se sentía mareada y se balanceaba hacia adelante llena de consternación por lo que vio más allá, bajo los túneles y pasadizos del tiempo. Porque era a través de ese Ojo que la Sibila veía lo que tenía que ver, para instruirnos y prevenirnos de algo. Y para mí fue evidente que algunas veces veía cosas tan terribles y espantosas para ella como para soportarlas, y que nosotros deberemos de manejar, intentar manejarlas, mientras podamos.

Mientras sostenía a la Sibila, una cosa extraña sucedió. Entre los arremolinados gases vi figuras que empezaban a tomar forma.

—No debes dar por hecho que son reales —dijo la Sibila; escuché su voz y aunque entendí sus palabras sabía que aquellas figuras eran, de hecho, reales. Vi un barco gigante, sin velas ni remos... Vi una ciudad con altos y flacos edificios, llena de vehículos diferentes a cualquiera que haya visto antes. Y con todo me moví hacia ellos y ellos se movieron hacia mí, hasta el momento en que las figuras se arremolinaron detrás de mí, separándome de la Sibila—. Veo esto con el Ojo de Gorgon —me estaba diciendo la Sibila—. Es el Ojo que Medusa tomó por detrás y por delante, el ojo de todos los destinos. Has caído en...

Y después de eso sus palabras se habían ido.


Jugué en el césped con mi cachorro, sorprendido por una botella de Coca-Cola que habían dejado en el jardín trasero de nuestra casa, no se quién la había dejado allí.

—Philip, la cena esta servida, métete ya —me dijo mi abuela que se encontraba en el vestíbulo de atrás. Vi que el sol se ponía.

—Ok —le respondí. Pero continué jugando. Había encontrado una enorme telaraña, y en ella estaba atrapada una abeja, mordida por la araña. Empecé a desenvolver a la abeja, pero me mordió.

A la mañana siguiente me encontraba leyendo las tiras cómicas que aparecían en la Gaceta Periodística de Berkeley. Leí sobre Brick Bradford y cómo encontró civilizaciones perdidas provenientes de hace miles de años.

—¡Mamá! —le dije a mi madre—. Ve esto, es estupendo. Paredes de ladrillo bajo este arrecife, velo mamá, y además en el fondo. —Me mantenía mirando fijamente a los cascos, provenientes de los viejos tiempos, que la gente utilizaba, y una extraña sensación llenaba mi ser; no sabía por qué.

—Ciertamente eso está bastante lejos de la diversión —decía mi abuela con voz disgustada—. Debería leer algo que le aproveche más. Esas tiras cómicas son basura.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la escuela, sentado y viendo a una mujer bailar. Su nombre era Jill y era de un grado superior al nuestro, el sexto. Tenía puesto uno de esos vestidos para la danza del vientre y su velo cubría la parte baja de su cara. Pero pude ver sus adorables y encantadores ojos, esos ojos llenos de sabiduría. Me recordaban los ojos de alguien más, de alguien que alguna vez conocí, pero ¿quién tiene una niña jamás conocida?

Después, la señora Redman nos puso a hacer una composición y escribí acerca de Jill. Escribí sobre tierras extrañas donde Jill vivía, donde bailaba sin nada puesto sobre su cintura. Luego, la señora Redman habló con mi madre por teléfono y yo estaba berreando en el exterior diciendo, en términos oscuros, que eso tenía que ver con un sostén o algo por el estilo. En ese entonces nunca lo entendí; había mucho que no entendía. Parecía tener unos recuerdos y, sin embargo, no tenían nada que ver con el hecho de haber crecido en Berkeley y asistido a la Escuela de Gramática en Hillside, o con mi familia, o con la casa en la que vivíamos... tenían que ver con serpientes. Ahora sé porqué soñaba con serpientes: serpientes sabias, no serpientes malévolas, sino con aquellas que susurran sabiduría.

De cualquier forma, mi composición fue muy bien considerada por el Director Principal de mi escuela, el señor Bill Gaines, luego de que escribí, en todo momento, que Jill utilizaba algo sobre la cintura. Luego decidí ser un escritor.

Una noche tuve un raro sueño. Quizá me encontraba en la Preparatoria, preparándome para ir a la Universidad de Berkeley el siguiente año. Soñé que en la profundidad de la noche —y no fue como un sueño regular, realmente fue real—, detrás de un cristal vi a esta persona del espacio exterior en un satélite o algo por el estilo, y venía para acá. Él no podía hablar; sólo me miró con sus ojos graciosos.

Más o menos dos semanas después, tenía que llenar un cuestionario en el que me preguntaban qué quería ser cuando sea grande, y pensé en el sueño del hombre de otro Universo, así que escribí:
VOY A SER UN ESCRITOR DE CIENCIA-FICCIÓN
Eso puso loca a mi familia, pero entonces, cuando se volvieron locos, me volví obstinado. De todos modos mi novia, Ysabel Lomax, me dijo que no sería bueno para eso y que de cualquier manera no ganaría dinero, que la ciencia-ficción era tonta y que sólo gente con barros la leía. Así que me convencí de escribir ciencia-ficción, porque la gente con barros debe tener a alguien escribiendo para ellos, de otra manera sería injusto, escribir solamente para la gente con complexiones perfectas. Los Estados Unidos de América están cimentados en la justicia; esto es lo que el señor Gaines nos enseñó en la Escuela de Gramática en Hillside, y como él había sido capaz de fijar mi atención en aquella época, cuando nadie más lo hizo, tiendo a admirarlo.

En la Preparatoria fui un fracasado porque sólo me sentaba para escribir y escribir todo el día, y todos los maestros me gritaban y decían que era un comunista por que no hacía lo que me pedían.

—¿Ah, sí? —solía decir. Eso me llevó a parodiar al Decano de los estudiantes. Me dijo en una voz peor que la que mi abuelo tenía, que si no mejoraba mis calificaciones sería expulsado.

Aquella noche tuve otro de aquellos sueños vívidos. En esta ocasión me encontraba en el carro de una mujer, y ella iba manejándolo. Sólo que era como uno de esos carruajes viejos estilo romano, y ella estaba cantando.

El siguiente día, cuando tenía que ir a ver al señor Erlaud, el Decano de los estudiantes, escribí en el pizarrón, en latín:
UBI PECUNIA REGNET
Cuando regresó su rostro se tornó rojo, debido a que él enseña latín y sabe lo que significa. «Donde el dinero gobierna».

—Esto es lo que escribiría una persona izquierdista que se queja —me dijo. Así que escribí algo más, mientras se sentó para echarle un vistazo a mis notas en el cuaderno. Escribí:
UBI CUNNUS REGNET
Eso pareció ponerlo perplejo.

—¿Dónde aprendiste esa oración en particular en latín? —me dijo.

—No sé —le dije. No estaba seguro, pero me parecía que en mis sueños ellos estaban hablando conmigo en latín. Quizá era sólo mi propio cerebro dando vueltas y reanudando mi clase de Latín 1A, para principiantes en la que fui realmente muy bueno, sorprendentemente, por que no estudié.

El siguiente sueño vívido como ése, vino dos noches antes de que aquel monstruo, o bien aquellos monstruos, mataran al Presidente Kennedy. Vi todo sucediendo en mi sueño dos noches antes, pero más que cualquier cosa, más vívido aún, vi a mi novia Ysabel Lomax observando a los conspiradores realizar su diabólica hazaña, e Ysabel tenía un tercer ojo.

Mis amigos me llevaron después con una psicóloga porque, luego de que el Presidente fue asesinado, me volví realmente extraño. Sólo me sentaba, le daba vueltas a algo como empollando, y luego me retiraba.

Fue una elegante y pulcra dama a la que me mandaron, una tal Carol Heims. Era muy hermosa y no dijo que estaba loco, dijo que me debería alejar de mi familia y salirme de la escuela. Dijo que el sistema escolar te aísla de la realidad y de aprender técnicas para desarrollarte en situaciones reales, y que escribiera ciencia-ficción.

Y lo hice. Trabajé en una tienda de televisores, barriendo el piso, desenvolviendo y acomodando los nuevos equipos de televisión. Me mantenía pensando que cada televisor era como un gran ojo. Esto me preocupaba. Le comenté a Carol Heims sobre mi sueño, que había estado teniendo toda mi vida, sobre la gente del espacio, y hablar en latín, y que creía que debía de haber mucho más, pero que nunca me acordaba de todo cuando me despertaba.

—Los sueños no llegan a comprenderse completamente —me dijo la señorita Heims. Estaba sentado ahí, preguntándome cómo luciría en un vestido y bailando la danza del vientre, desnuda por encima de la cintura; me di cuenta que al hacer esto la hora de terapia se iba más rápido—. Existe una nueva teoría que es parte de tu inconsciente colectivo, que se extiende quizá unos miles de años en el pasado... y en sueños estás en contacto con eso. Así que, si eso es cierto, los sueños son válidos y muy valiosos.

Estaba ocupado imaginando sus caderas moviéndose sugestivamente de lado a lado, pero alcancé a escuchar lo que me dijo; era algo sobre la bondadosa sabiduría de sus ojos. Siempre pensaba en esas sabias víboras, por alguna razón.

—He estado soñando con libros —le dije—. Libros abiertos asiéndose frente a mí. Libros enormes, muy valiosos. Sagrados, como la «Biblia».

—Eso tiene que ver con tu carrera como escritor —dijo la señorita Heims.

—Esos libros son viejos. Como de unos mil años. Y nos están advirtiendo sobre algo. Un terrible asesinato, muchos asesinatos. Y sobre Policías poniendo a gente en Prisión por sus ideas, pero haciéndolo en forma secreta, declarando en falso para incriminar a la gente. Y siempre estoy viendo a esa mujer que se parece a usted, pero está sentada en un inmenso trono de piedra.

Después la señorita Heims fue transferida a otra parte del país y no pude verla más. Me sentí realmente mal, y me ocultaba de mí mismo en mi escritura. Vendí una historia para una revista llamada «Fortaleciendo los Hechos de la Ciencia», la cual hablaba sobre razas superiores que habían aterrizado en la Tierra y dirigían nuestros asuntos secretamente. Nunca me pagaron.

Ahora soy viejo, y me arriesgo al contar esto, pero a fin de cuentas, ¿qué tengo que perder? Una vez me solicitaron escribir un pequeño ensayo para la revista «Narraciones Extraordinarias y Aventuras en el Planeta-Amor». Ellos me dieron un pequeño bosquejo del argumento que querían ver escrito, así como una fotografía en blanco y negro de la portada.

Me quedé mirando fijamente la fotografía; mostraba a un romano o a un griego —de cualquier manera, vestía una toga— y tenía en su pecho un caduceo, el cual es el signo médico: dos serpientes enroscadas, sólo que en realidad tenían originalmente ramos de olivo.

—¿Cómo sabes que eso se llama un «caduceo»? —me preguntó Ysabel (ahora vivíamos juntos, y siempre me estaba diciendo que hiciera más dinero y que fuera como su familia, que era de una clase acomodada).

—No lo sé —le dije, y me sentí curioso. Y luego comencé a ver, agitándose violentamente, una actividad fosfénica de colores en mis dos ojos, como aquellos gráficos de arte moderno abstracto que dibujan Paul Klee y otros, en vívidos colores, cuchilladas de ráfagas de luz con una muy rápida duración.

—¿Qué fecha es hoy? —le grité a Ysabel, quien se encontraba sentada secándose el pelo y leyendo la revista «Harvard Lampoon».

—Es 1974 —me respondió.

—Entonces la tiranía esta en el poder, si sólo es 1974 —le dije.

¿Qué? —me respondió asombrada, mirándome fijamente.

En ese momento dos seres aparecieron a cada lado de ella, encapsulados en sus vasijas de sistema interno, dos globos que flotaban y mantenían su atmósfera y temperatura.

—No le digas ni una palabra más a ella —me advirtió uno de ellos—. Borraremos su memoria; pensará que se quedó dormida y tuvo un sueño.

—Ya recuerdo —dije, presionando mis manos en mi cabeza. Había tenido lugar la anamnesia; recordé que venía de tiempos antiguos y que, antes de eso, venía de la estrella Albemuth, de donde venían esos dos Inmortales—. ¿Por qué están de regreso? —dije—. ¿Para...

—Deberemos trabajar enteramente a través de mortales ordinarios —dijo J’Annis. Él era el más sabio de los dos Inmortales—. Ahora no hay Sibila para ayudar, para darle consejo a la República. A través de los sueños estamos comunicándonos con la gente aquí y allá, para despertarlos; ellos están empezando a entender que el Precio de la Liberación está siendo pagado por nosotros, para liberarlos del Mentiroso, que ahora los gobierna.

—¿No están ellos conscientes de su existencia? —pregunté.

—Ellos sospechan. Ven hologramas nuestros proyectados en el cielo, los cuales utilizamos para distraerlos; ellos imaginan que estamos flotando por allá.

Sabía que estos Inmortales estaban en las mentes de los humanos, no en los cielos de la Tierra y que, distrayendo la atención hacia fuera, estaban libres una vez más para ayudar hacia dentro, como ellos habían siempre ayudado: al Mundo Interior.

—Traeremos la primavera a este mundo de invierno —dijo F’fr’am, sonriendo—. Levantaremos las barreras que aprisionan a esta gente que gime bajo una tiranía que ven en forma opaca. ¿Tú la viste? ¿Sabías sobre los movimientos y andadas de la Policía Secreta, los Equipos casi Militares que destruyen toda la libertad de expresión, todos aquellos que disidieron?


Ahora, a mi vieja edad, pongo a la vista este relato para todos ustedes, mis amigos romanos, aquí en Cumas, donde vive la Sibila. Pasé, ya sea por casualidad o por designio, a un futuro lejano, a un mundo de tiranía, de invierno, el cual no se pueden imaginar. Y vi a los Inmortales que nos asistieron y también asisten a aquellos. ¡Dos mil años a partir de ahora! Aunque esos mortales en el futuro están —escúchenme— ciegos. Les han quitado la vista debido a mil años de represión; ellos han sido atormentados y limitados, en la misma forma en como limitamos a los animales. Pero los Inmortales los están despertando, los van a despertar, debería decir, a tiempo para salvarlos.

Y entonces los dos mil años de invierno terminarán; abrirán sus ojos. A causa del sueño y de inspiraciones secretas sabrán, aunque he dicho a ustedes todo esto en mi antigua y vaga forma.

Déjenme terminar con este verso de nuestro gran poeta Virgilio, un buen amigo de la Sibila, y sabrán a través del mismo, lo que yace más allá, por que la Sibila ha dicho que aunque no se aplicará a nuestro tiempo, aquí en Roma, se aplicará a aquellos que están dos mil años de nosotros, trayéndoles una promesa de auxilio:
«Ultima Cumaei venit iam carmines aetas;
magnus ab integro saeclorum nascitur ordo.
Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna;
iam nova progenies, caelo demittitur alto.
Tu modo nascenti puero, quo ferrea primum
desinet, ac toto surgent gens aurea mundo,
casta fave Lucina; tuus iam regnat Apollo».
Pondré esto en la extraña lengua llamada castellano, la cual aprendí a hablar durante mi tiempo en el futuro, antes de que los Inmortales y la Sibila me trajeran de vuelta aquí, cuando mi trabajo allá en aquel tiempo había terminado:
«Por fin, el Tiempo Final anunciado por la Sibila llegará:
la procesión de la eternidad vuelve a su origen.
La Virgen regresa y Saturno reina como antes;
una nueva raza del cielo en las alturas desciende.
La Diosa del Nacimiento, sonríe al bebé recién nacido,
en cuyo tiempo la Prisión de Acero caerá en ruinas,
y una raza dorada surge por todos lados.
¡Apolo, el rey legítimo, está restaurado!».
Por desgracia ustedes, mis queridos amigos romanos, no vivirán para ver esto. Pero lejos, a lo largo de los corredores del tiempo, en los Estados Unidos de América (uso aquí palabras extrañas para ustedes), el demonio caerá, y esta pequeña profecía de Virgilio, que la Sibila inspiró en él, se hará realidad.

¡La primavera está renaciendo!


Título original: The Eye of the Sibyl, 1987
Traducción: Gerardo Acosta - Edición digital: Sadrac