Conjunción y ocultación
Sabía que un día de estos iba a darse una conjunción de la Luna con Venus así que me mantenía en alerta, pensando no muy convencido en un madrugón de aquellos. Para mí la astronomía es un pasatiempo que va del anochecer hasta la medianoche, o un poco más, pero pocas veces un asunto de amaneceres: a esa hora me gusta dormir.Sin embargo, leyendo Universe Today (en inglés) me enteré de que la ocultación de Antares, una gigante roja, por la Luna podía ser visible en mi área. Como este rubro es deudor en mi caso, la oportunidad parecía muy buena como para dejarla pasar: había dos fenómenos por observar por el precio de una madrugada. Incluso si la ocultación salía mal, siempre estaba la conjunción para salvar la situación. Además siempre es un placer ver a Venus.
Hoy nos levantamos diez minutos antes de las 5 h. Lo primero que uno hace en ese momento es buscar una ventana y mirar al cielo: lo peor es ver problemas con envoltorio de nubes. Y eso era lo que estábamos viendo. Cuando salimos al patio, comprobamos que el cielo no estaba cubierto sino que había nubes aisladas, algunas grandes, pero que con el viento se corrían rápido. Todavía estaba oscuro y la temperatura era agradable.
Lo primero era observar el paso de un satélite, el TRMM —o Tropical Rainfall Monitoring Mission—, con una magnitud de 1,4: una presa fácil. No vimos nada, parece que habíamos bajado con la almohada pegada.
Hacia el este ya se veía a la Luna y a Antares por sobre los techos vecinos y entre los árboles. La Luna estaba muy delgada, sólo mostraba el 9% de su superficie iluminada, aunque el resto del disco se dejaba adivinar en penumbras; los cuernos apuntaban hacia arriba, a 300° o las doce menos diez. Antares, una estrella roja como pocas, estaba a poco menos de un grado de distancia —como el diámetro de la Luna mide aproximadamente medio grado, es fácil calcular distancias cercanas a la Luna—, hacia el sur y por debajo de la línea de la Luna, esto es, en el extramo opuesto, a 120° o las doce y veinte.
No estábamos seguros de que pudiéramos llegar a observar la ocultación de Antares. Lo único que podíamos hacer era esperar que se diera antes de la salida del Sol.
Al rato se unió Venus para completar la conjunción, elevándose por sobre los techos vecinos a siete grados al este de la Luna, muy brillante y dominando sus alrededores. Y así, entre nubes que fueron cubriendo a Venus o a la Luna y Antares —rara vez a los tres astros juntos—, se nos fue pasando el tiempo, mientras observábamos a simple vista o con el telescopio lo que las nubes nos permitían.
Mientras aclaraba, la Luna se acercaba poco a poco a Antares. Cuando la distancia entre ambas era comparable a la parte más ancha de la hoz lunar, todavía faltaba bastante para la salida del Sol, de manera que ya palpitábamos la ocultación: era un hecho.
No había nubes cercanas, así que éstas no eran un factor a tomar en cuenta. Finalmente, esa pequeña distancia se cerró: Antares brilló por última vez por encima del horizonte lunar —tomen en cuenta que la imagen en el telescopio se ve invertida—, luego lo tocó, pareció encajarse en una de las entradas del borde irregular de la Luna y, tras un suspiro, desapareció. Eran las 6:10:38 (+/- 2 s). Según me contó la sofista, que seguía la ocultación a simple vista, Antares había dejado de ser visible unos veinte segundos antes.
Pasado el momento cumbre de la mañana, seguimos observando a Venus por un rato, tratando de ponernos de acuerdo sobre la fase, si había llegado al medio disco o le faltaba un poco. Unos minutos después bajó la temperatura y nos fuimos para adentro de la casa. Como faltaba poco para que asomara el Sol me quedé levantado, pero fue un amanecer sin gracia alguna: sólo había nubes cuyo color variaba entre el amarillo sucio y el negro. Nada espectacular como los tonos rojos y negros que habíamos visto la vez pasada —en la lunación anterior nos quedamos dormidos y nos levantamos muy tarde para observar la conjunción de Venus y la Luna: la luz de Venus se perdía en el amanecer pero ¡qué amanecer!—.
Luego siguió la aventura de volver a dormirme pese a todos los ruidos de una ciudad que lentamente se despertaba. Es difícil vivir a contramano.
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